
Comienza el nuevo año y tanto a nivel personal, como profesional, pensamos en proyectos, metas, planes y sueños. En el ámbito empresarial, los líderes y las empresas van en busca de sus objetivos a través de diferentes cambios y procesos de mejora. Y como ya abordaron en su investigación Scott Keller y , Bill Schaninger, publicada en su libro Beyond Performance 2.0 (John Wiley & Sons, Julio 2019), aquellos líderes que se impliquen no solo en los procesos de cambio, sino en un verdadero cambio de mentalidad de sus colaboradores, serán los que definitivamente tengan más éxito. En concreto, las probabilidades de éxito de esos líderes, será hasta cuatro veces superior. ¡Merece la pena implicarse en el cambio de mentalidad!
Se trata de lo que estoy llamando, la Gran Apuesta. Una apuesta que será respuesta a la gran renuncia que se está viviendo estos días, y no será otra cosa que apostar todo lo que tenemos, y por lo más valioso: por nuestra gente. Porque para ayudar a cambiar la mentalidad de alguien se necesita eso, una verdadera apuesta. Una apuesta por observar desde la posibilidad: viendo lo que hoy no hay pero mañana sí puede ser y quiero ver; una apuesta por una nueva forma de conectar: más humana, cercana y empática. Desde la confianza frente al miedo. Y una apuesta por ofrecer seguridad a nuestra gente frente a las circunstancias, la incertidumbre o el abandono.
Apostar significará dedicar tiempo, esfuerzo y cariño; demandará de coraje y convicción, y requerirá de nuestra mente y nuestro corazón. Se trata de entender que la apuesta es nuestra, no de otros, y que no apostamos en un juego con cartas, apostamos con nuestro compromiso, con nuestro esfuerzo y nuestra voluntad. En definitiva, se trata de una apuesta alta, pues apostamos con todo lo que tenemos: con nuestra propia persona y por otra persona.
La hoja de ruta se describe mucho más fácil que su realización, pero que sea complicado, no significa que no se deba y pueda realizar. Por tanto:
- Dibuja un destino valioso: describe y comunica un proyecto que merezca la pena, que ilusione, apasione y entusiasme. Muchas veces se trata más de cómo comunicarlo que de inventar algo nuevo.
- Abre el marco de posibilidad: haz ver, creer y sentir a tu gente y equipos que es a ellos a quienes les merece la pena trabajar por cumplirlo. La gente se lo debe de creer pero también, como líderes, hemos de hacerlos creer en ellos mismos y en sus propias posibilidades.
- Encuentra y remueve aquellas limitaciones de mentalidad. Una vez dispuestos y con un propósito que merece la pena, hemos de remover aquellos paradigmas que limitan nuestros mejores esfuerzos. Para ello se necesita mucho corazón: nuestras creencias no las cambiamos con mejores argumentos, no están ahí porque sean mejores, sino porque son nuestras, así que necesitamos de la cercanía, empatía, y la conexión para facilitar el cambio.
- Reformula la nueva mentalidad. Encontradas las limitaciones de mentalidad y establecida esa conexión con nuestra gente, hemos de replantear nuestro mapa de elecciones para tomar protagonismo por ese tipo de mentalidad que nos llevará a la consecución de los actuales retos y nuevos éxitos.
- Sigue desafiando a tus colaboradores. Desde esa nueva mentalidad, el reto será una oportunidad. No pierdas ahora tú la ocasión de retar a tu gente y hacerles creer, crecer y crear nuevas metas y alcanzar nuevos horizontes.
Se trata de volver a apostar por la gente, por la confianza y por el cariño. También por la compasión y el mundo afectivo, siempre lo más efectivo. Como te decía, más fácil decirlo que hacerlo, pero te aseguro que merece la pena, ¿le entras?
El doctor Stewart G. Wolf fue uno de los protagonistas de una de esas historias que cuando la lees o te la cuentan, impactan. Todo comenzó a finales del siglo diecinueve, en una villa medieval llamada Roseto. Un grupo de once rosetinos, tomaba un barco rumbo a Nueva York, en busca del sueño americano. Una vez llegados a América, encontraron trabajo cerca de Pensilvania, en una cantera de pizarra y, transcurridos unos meses de arduo trabajo pero de ganancias abundantes, en su pueblo originario se corrió la voz sobre aquella tierra de oportunidades, decidiéndose a viajar hacia el nuevo mundo nuevos grupos de vecinos. Formaron, así, un pueblo italoamericano al que dieron por nombre, también, Roseto.
Hasta aquí, nada fuera de lo común. Es más, si no hubiera sido por el Dr. S. Wolf, su historia hubiera pasado inadvertida. Y es que cierto verano que el Dr. Wolf veraneaba cerca de la zona del Roseto americano, fue invitado a pronunciar una conferencia y, tras la misma, pudo compartir tarde, cerveza y experiencias, entre otros, con un médico local, que le contó algo sorprendente. Por aquel entonces, la principal causa de muerte, entre varones menores de sesenta y cinco años, tenían que ver con afecciones cardíacas y, aquel médico de pueblo se extrañaba – según sus palabras – de que en todos sus años de ejercicio de la medicina, rara vez hubiera encontrado a un paciente en Roseto, menor de esa edad, con problemas cardíacos.
El Dr. S. Wolf, que llegaría a ser reconocido internacionalmente como pionero de la medicina psicosomática, se decidió a investigar aquel asunto y comprobó, efectivamente, que en aquel pueblo italoamericano, prácticamente nadie menor de cincuenta y cinco años, había muerto de infarto ni mostraba síntoma alguno de este tipo de afecciones. Incluso la tasa de mortalidad por enfermedades cardiovasculares era aproximadamente la mitad de la media estadounidense. Si, entonces, era un caso excepcional, habría que estudiar las causas para poder exportarlas al resto del país y hacer conocedores de ello a sus colegas de profesión. Así que pidió ayuda a su amigo, el sociólogo J. Bruhn, y emplearon estudiantes de medicina y sociología, entrevistando a los habitantes del pueblo, en búsqueda de la “piedra roseta” de la medicina moderna.
¿Y qué es lo que encontraron?, ¿se debía esa salud de hierro a que, quizá, practicaran hábitos saludables en grado extraordinario? Pues de ninguna manera. El tabaco era habitual entre ellos; la dieta, estaba cargada de salami, jamón, salchichas y huevos; y el ejercicio se nombraba más que practicarse. Tampoco tenía que ver con la situación geográfica -muy parecida a la de otras comarcas-, ni con el clima, ni, tan siquiera, con los genes. La diferencia fundamental residía en sus relaciones. Sí, en la conexión que existía entre ellos como vecinos y sociedad: se reunían en diferentes asociaciones, respetaban a los mayores y jerarcas con dignidad y afecto, se reunían entre ellos con motivo de cualquier excusa o celebración, cocinaban unos para otros y compartían desde la igualdad y la colaboración. Habían creado una red relacional tan fuerte e intensa, que les protegía y les hacía más inmunes a la enfermedad.
Hoy en día, puede seguir pareciéndonos extraña esta explicación. Quizá aún más en un mundo en el que el iPod, los auriculares o la televisión nos tengan a tantos como clientes. Pero ya en 1963, el poeta T.S. Elliot , dejó escrito algo que aún sigue teniendo sentido: y es que “la televisión permite que millones de personas se rían simultáneamente del mismo chiste pero, a pesar de ello, sigan estando solos”
La fuerza, el potencial de la relación humana siempre ha sido una realidad y, hoy, como dice Goleman , el descubrimiento más importante de las neurociencias, tiene que ver con la programación de nuestro sistema neuronal para conectar con los demás, estableciendo “un vínculo intercerebral con las personas con las que nos relacionamos”. Ahí reside una de las claves de la plasticidad de nuestro cerebro, cambiamos a medida que nos relacionamos. Nuestro propio diseño cerebral nos hace sociales y esa misma sociabilidad, nos ofrece múltiples beneficios. Combinada esa neuroplasticidad, con el tipo de relaciones que escogemos – con quién y cómo nos relacionamos – y con el efecto de contagio emocional, encontramos algunas claves para hacer frente a la enfermedad del siglo veintiuno: el estrés.
Es curioso que el propio Dalai Lama, cuando le preguntan sobre el ejercicio y el yoga, lo que conteste es que “sólo se trata de actividades físicas”. “Quienes las practican -explica- no están equivocados, pero tampoco eso los hace más felices puesto que no salen de sí mismos. Para ser feliz, se precisa entrenamiento mental, redescubrir la compasión, pensar en los demás”. Simplemente, conexión.
Hoy sabemos que la compasión, las relaciones afectivas, son la clave de la activación del sistema nervioso parasimpático, que sirve de antídoto al estrés y se ha asociado a presión más baja, mayor inmunidad y mejor salud en general. Nuestras experiencias afectivas despiertan una parte de nuestro cerebro límbico que estimula determinados circuitos neurológicos que liberan, en la sangre, un grupo distinto de hormonas – vasopresina y oxitocina – que reducen la presión sanguínea y refuerzan el sistema inmunitario.
Desde que nacemos, necesitamos conexión para crecer física, psiquica, emocional y espiritualmente. Nuestros circuitos neuronales -que se forman de manera preponderante en los primeros cuatro años de vida- necesitan, especialmente en ese tiempo, del afecto, pues es el periodo de mayor plasticidad cerebral, si bien, nuestro cerebro se moldea diariamente a través de nuestras relaciones sociales.
La conexión, significa, estar con el otro y para el otro, generar interés y confianza; sentir, entender y ofrecer. Afecto y compasión. Cada encuentro es un momento de eleción para generar conexión: un saludo, una sonrisa, las gracias o un adiós. Detenernos y escuchar. Preguntar, sorprender, proponer. Y, al final del día, el pico más alto de conexión lo recordaremos como el momento más alto de satisfacción.
Es cierto, ningún hombre es una isla, como dijo John Donne . Y hoy sabemos con certeza, que no sería bueno que lo fuera. Nuestra calidad en las relaciones será un factor determinante para nuestro bienestar. La calidad de nuestras conexiones sociales y emocionales, hablará de nuestra felicidad. Es la fuerza e impacto, pues, del factor conexión.
La mayoría de los líderes trabajan duro para ser efectivos y desempeñar bien sus labores. Pero incluso los mejores pueden caer en diversos hábitos que los detienen y pueden costarles muy caro.
Es por eso que a continuación te comparto algunos de los errores más dañinos que como líder puedes estar cometiendo:
Sensación de omnipotencia. Un sentido inflado de autoimportancia puede conducir a una serie de problemas: al entablar relaciones, al crear confianza e incluso a mantener competitiva a la organización. En el mundo de hoy, se debe confiar en el consenso y la propiedad compartida en lugar de un punto de vista individual, incluso el propio. Una de las bases del liderazgo es la humildad.
Moverse demasiado rápido. Los negocios se mueven rápido, y algunas veces las transacciones parecen suceder a la velocidad de la luz. Pero un ritmo que es demasiado rápido durante demasiado tiempo hace que sea imposible mantenerse al día y aumenta el riesgo de errores. Los mejores líderes saben cómo trabajar de manera eficiente y cumplir con los plazos, pero también saben cómo controlar su propio ritmo y el de su equipo, y ralentizar el proceso cuando necesitan más tiempo.
Pensar que todo tiene que ser perfecto. Cuando nos sentimos abrumados, nuestro primer impulso es recuperar el control, y para muchos líderes, eso significa tratar de ser perfecto. Pero el perfeccionismo es un estado mental peligroso en un mundo imperfecto de negocios y liderazgo, es un enemigo de la creatividad, la innovación y la efectividad.
Resolver los problemas de los demás. Las demandas y presiones sobre los líderes siempre se están expandiendo. Muchos líderes en lugar de ser visionarios de sus negocios, son una especie de bomberos, apagando incendios constantes, resolviendo conflictos. Como líder, tu trabajo es mejorar, crecer y expandir la organización y empoderar a las personas para apagar sus propios incendios.
Necesidad de saber todo. En los negocios, como en la vida, a menudo tenemos que trabajar en una niebla de incertidumbre. Si se exige absoluta certeza antes de actuar, evitarás los riesgos, pero son los riesgos los que nos llevarán a la grandeza. Cuando sigues haciendo lo que sabes en lugar de ser innovador y creativo, tú y tu organización pierden una ventaja competitiva.
Sintiéndose derrotado y abatido. Cada líder, no importa cuán hábiles sean o cuanta aptitud tengan, enfrentarán situaciones y circunstancias que los harán sentir impotentes. Es importante aprender a ser consciente de esa desesperación sin detenerse en ella. Los líderes necesitan comprender lo que sienten y, a veces, necesitan que les enseñen cómo dejarlo ir.
La mejor manera de no cometer estos errores fatales es ser consciente de ellos, gestionarlos, liderar desde dentro, aprender de las fallas y desarrollar estrategias para no repetirlas.