
Decía CS Lewis, que leemos para no estar solos. Y lo cierto es que la lectura nos transporta a otros mundos y nos relaciona con múltiples gentes y personajes. Hace unos días, releyendo a Brendon Burchard en su libro Recárgate, me hacía acompañar, en el recuerdo, de un viejo amigo. La frase que tenía subrayada con tinta roja, dice así: «En el mundo hay dos clases de personas, las que entran en una habitación y exclaman «¡Aquí estoy!», y las que entran en una habitación y dicen «¡Ah, ahí estás!«.
La frase me encanta, me parece genial, porque no sólo es muy descriptiva sino que, además, casi con toda seguridad, como me ha sucedido a mi, te llevará a acordarte de alguien de manera instantánea. Sí, así es, de ese tipo de persona, amigo o conocido, que cuando se hace presente, parece que lo hace mirando a su cámara, pidiendo luces, deteniendo con su entrada la música y pidiendo el micrófono.
En mi caso, la persona que me viene a la mente, y me acompaña según escribo, siempre aparecía con una brillante sonrisa, vestido de manera elegante y, gestualmente adornado con un sutil manto de prepotencia. Encantadora desde el principio pero, para mi gusto, agotadora ya en la salida. Protagonista incansable de la conversación, buen hablador y excelente embaucador, pero con poca conversación de ida y vuelta, pues todo salía del mismo sujeto y poca posibilidad de regreso dejaba. Tenías esa clara sensación de que era de los que con su lenguaje verbal y no verbal nos decía «¡aquí estoy!». Pero si alguien le preguntara ¿a quién le hablas?, la respuesta aparecería rápida en su boca: «a vosotros», pero tras el meditar sincero sólo hubiera sido: «a mi».
Al releer la frase que te comparto y parecerme tan acertada con el personaje, trataba de identificar mi hastío después de un tiempo de charla y ausencia de conversación. Si es agradable a la vista y, en un principio, también al oído, ¿por qué me cansa, y hasta me molesta ese encanto juvenil?, ¿por qué su brillo llega a cegar sus palabras para mi?, ¿qué es eso que hasta me ofende del «¡aquí estoy!» contemplándose en el espejo del grupo o multitud?
Hoy lo pensaba y he sido capaz de identificar algunos aspectos. Ahí van:
1. Una vez que le conoces, repite las mismas cosas, las mismas historias, iguales anécdotas. Pero no con extraños que se suman a la conversación donde tú estás incluido, sino también a solas contigo. No es consciente de qué dice y a quién se lo dice. Te lo puede contar diez veces que ni cuenta se da. Te habla a ti, pero tú eres siempre otro para él.
2. Te habla sin cesar de él (o ella). El asiento de protagonista de la función es de uno sólo y así lo toma desde el principio. Un protagonista agradable y chistoso desde el inicio pero, como digo, cansado, agotador al final. Tu papel, del que escucha, es ese, escuchar. Y salirte de tu rol es tener la sensación de que estropearás la función.
3. La capacidad de escucha es más bien limitada. Bueno, he sido muy diplomático: será nula. Puedes tú intervenir como quieras, pero las preguntas serán un instrumento más en favor de su ego, que darán paso a mayor luz y gloria suya; tus aportes, serán intrascendentes comparados con los suyos, y otras historias serán rivales de las que él protagoniza o de menor importancia, por eso siempre seguirá en la cumbre de la conversación y el interés auténtico por el otro, los sentimientos ajenos, o la perspectiva distinta, no serán tenidas en cuenta más allá del «gracias por aportar». Así, la pregunta en su boca, será pura anécdota; ceder la palabra, un accidente del tráfico propio de la conversación, y la escucha atenta, una ficción irrelevante.
Es por eso que ese protagonismo lo siento casi enfermizo y, siempre que puedo, y las circunstancias me lo permiten, huyo de él. Al principio, quizá, lo pasabas bien a su lado, pero una vez que lo conoces, y cuando las luces de la conversación se apagan, regresas a la soledad y te reencuentras contigo mismo recordando las últimas conversaciones, si te preguntas cómo fue todo, te responderás con un lacónico «bien». Y si, insatisfecho, indagas y te cuestionas quién eras tú para él en ese pretendido diálogo, te darás cuenta de que uno más, alguien del público en su escenario, sólo un sujeto que atrapó y sintió brevemente el «privilegio» de escucharle . Alguien que no tuvo la satisfacción de escucharle nunca «¡ah!, ¡ahí estás!».
Gracias a Dios, no me he encontrado con tantas personas así. Pero con los que sí, ha sido con tanta intensidad que han merecido estas líneas a raíz de la mencionada frase. ¿Y tú?, ¿con cuántos de estos «brillantes seres» te has encontrado?